Muchas veces, cuando nos ocurre
alguna situación o hecho que nos disgusta, tendemos a culpar a los demás. Un
ejemplo sería ir caminando por la oficina, y que un compañero sin querer nos
empuje y se nos caigan los informes que llevábamos en la mano. Lo más probable
es que inmediatamente culpemos al compañero por ir despistado andando sin darse
cuenta de nuestra presencia, pero quizás no nos hemos planteado, que los que
íbamos despistados o con prisa, éramos nosotros.
Es decir, que los humanos por
defecto, y sobre todo en algunas culturas, somos muy dados a culpar de lo que
nos ocurre a todos los demás, y no nos miramos al espejo, pensando que quizás
nosotros estamos haciendo algo mal.
Es evidente, que cuando nos hacen
daño, no tenemos por qué tener la culpa. Sí bien, en numerosas ocasiones, nos
hacen daño porque nosotros queremos tomarlo así. Por ejemplo, cuando a un
adolescente lo insultan en el colegio, es posible que empiece a sufrir, y él,
no tiene la formación suficiente para evitarlo, y por tanto, sería discutible,
pero podríamos pensar que la culpa es del que ha insultado. Si esta misma
situación, se da en un adulto desarrollado con normalidad, lo normal es que
olvide el asunto. Todo esto, viene a explicar que dependiendo del punto de
vista con el que observemos las cosas, nos daremos cuenta, que quizás somos
nosotros los culpables de permitir que algunas cosas sucedan, sobre todo en
cuanto a sentimientos se refiere, siempre que nos encontremos en un ámbito de
protección. Lo cual no quiere decir que insultar o hacer daño a los demás esté
bien, pero sí que conociendo que en la sociedad hay todo tipo de personas,
saber tomarnos las cosas como nos convenga, y responder con soluciones
inteligentes ante personas que atentan contra nosotros, es fundamental para
sentirnos bien.
Y, por supuesto, es esencial
poder responsabilizarnos de lo que hagamos mal, siendo consecuentes con
nuestras palabras y hechos, ya que la autocrítica es el mejor método para
crecer y desarrollarnos como personas día a día.
Un saludo.